: "". azuarinos de aventura: diciembre 2023

 TXOMIN IV

08-12-2023


Era una mañana como cualquier otra en Cantabria, o al menos eso pensaba mientras me preparaba para la aventura que se avecinaba: la exploración de la cueva Txomin IV. No es que yo fuera un experto espeleólogo; más bien, me unía a este peculiar grupo de intrépidos exploradores por pura casualidad y porque alguien mencionó la palabra "aventura".

El punto de encuentro era un rincón olvidado de un remoto pueblo de Cantabria , donde nos aguardaba el líder del grupo, El líder del grupo, conocido como Miguel, un individuo con la mirada penetrante de aquel que ha explorado las profundidades de la tierra y regresado para contarlo, nos guió hacia la entrada de la oscuridad subterránea.

Con la indiferencia propia de los que han decidido desafiar las leyes naturales y sumergirse en la oscuridad de la tierra, nos adentramos en las galerías iniciales de la cueva. El camino comenzó suavemente, como un paseo casual por las galerías. Las luces parpadeantes de nuestras linternas danzaban sobre las paredes rocosas, revelando antiguas partes de una mina que parecían haberse perdido en las edades del tiempo. Miguel, con su tono grave y una destreza que solo la experiencia puede otorgar, nos indicó que las primeras etapas serían cómodas, pero la verdadera prueba estaba a la vuelta de la esquina, o más bien, debajo de nosotros.

Sin embargo, nuestra seguridad y bienestar pronto se verían amenazados al llegar al Gran Pozo de 235 metros, una apertura que desciende hacia una negrura sin fin. Era un abismo insondable que se extendía frente a nosotros, desafiante e imponente. Miguel, con la seriedad de quien se preocupa por los suyos, anunció que para superarlo debíamos instalar un pasamanos. Por supuesto, ninguno de nosotros tenía mucha experiencia en instalación de pasamanos, pero la confianza en la palabra de Miguel nos impulsó a intentarlo. Las miradas se cruzaron entre nosotros y sin cuestionar demasiado Javitxu se puso manos a la obra.

Entre el sonido metálico de mosquetones, risas nerviosas y la tensión en el aire, logramos fijar el pasamanos y, uno a uno, comenzamos a descender por ese abismo, mientras la oscuridad engullía la luz de nuestras linternas. Rápidamente nos dimos cuenta de que la verdadera prueba estaba por venir.

Tras descender los primeros 30 metros, llegamos a una repisa que nos daba acceso al siguiente reto: el pozo de 110 metros. "Hay que montar varios fraccionamientos de cuerda", dijo Miguel, como si estuviéramos a punto de tejer una bufanda y no de descender a las profundidades de la tierra. Aquí, la realidad se aferraba a nosotros con garras invisibles, y la única manera de avanzar era enfrentar el descenso vertiginoso rapelando, como si estuviéramos tejiendo un tapiz de cuerdas en lugar de arriesgar nuestras vidas en la oscuridad. Fue entonces cuando la realidad jugó su primera carta inesperada. Uno de los anclajes de la cabecera estaba roto. La incredulidad se reflejó en nuestros rostros mientras nos aferrábamos al borde de la repisa. La confianza en las cuerdas se desvaneció como la luz de una vela en un viento tempestuoso. Nos miramos unos a otros, buscando respuestas en los ojos de nuestros compañeros de aventuras, pero solo encontramos una mezcla de miedo y determinación.

El miedo se instaló en el silencio de la cueva, pero como buenos espeleólogos, decidimos abrazar la incertidumbre y continuar. Colgándonos de un solo anclaje, descendimos lentamente, sintiendo cada centímetro de cuerda como si fuera la única conexión entre nosotros y el abismo. Cada respiración era un recordatorio de nuestra vulnerabilidad, y cada latido del corazón resonaba como un tambor en el silencio de la cueva. La oscuridad nos envolvía como un manto, y el eco de nuestras respiraciones resonaba como un coro de fantasmas atrapados en las entrañas de la tierra.

Finalmente, con un suspiro colectivo, alcanzamos el suelo del pozo. Pero no había tiempo para celebraciones, ya que nos esperaba una nueva maravilla subterránea: la Sala Blanca. Después de dar vueltas por la inmensidad de la cueva, encontramos un agujero que nos llevó a esta cámara celestial.


Descendimos por ese agujero, realizando un rapel fraccionado de 18 metros que nos dejó boquiabiertos ante la visión que se presentó ante nosotros. La Sala Blanca se desplegó ante nosotros como el escenario de un sueño surrealista. Blancas formaciones caprichosas, estalactitas y estalagmitas de todas las formas y tamaños adornaban las paredes como las joyas de un reino subterráneo. que parecían esculpidas por el mismísimo artista del caos. Excéntricas de todas las formas y tamaños, como si el tiempo y la paciencia se hubieran unido para esculpir la belleza en las entrañas de la tierra. En una esquina, un lago añadía un toque de misterio y magia.


Era difícil no quedar cautivado por la belleza de la Sala Blanca. Nos movíamos con cuidado, como intrusos en un santuario secreto. Las cámaras hicieron clic y los flashes capturaron instantes de este mundo subterráneo, pero ninguna fotografía podría capturar completamente la esencia de lo que estábamos presenciando. Estábamos en el corazón de la tierra, en un lugar donde el tiempo y la paciencia habían dado forma a la fantasía.


Pero, como todas las buenas historias, nuestra visita a la Sala Blanca llegó a su fin. Nos enfrentamos a la realidad de que teníamos que remontar las cuerdas y desinstalar todo el equipo que nos había llevado a través de esta odisea subterránea. Con cada metro que ascendíamos, sentíamos el peso del tiempo y la historia que se cernía sobre nosotros, como si las piedras mismas susurraran cuentos olvidados.

Al subir los últimos 20 metros, casi ni respirábamos. Cada músculo se tensó, y nuestras miradas se dirigieron hacia el anclaje de la cuerda con una mezcla de esperanza y temor. Cada metro era un suspiro, cada movimiento era una plegaria. La cuerda, que durante todo el viaje fue nuestra única conexión con la seguridad, ahora se convirtió en el hilo delgado que sostenía nuestras vidas en equilibrio. Cada paso era una oración silenciosa, cada movimiento era un acto de fe en la estabilidad del anclaje. La emoción y el alivio se mezclaban en nuestros rostros mientras nos mirábamos, conscientes de que habíamos desafiado las leyes de la gravedad y explorado un precioso rincón de la tierra.

Cuando finalmente emergimos a la luz del día, el alivio fue palpable. Nos encontramos en la superficie, empapados de sudor y con los ojos parpadeando ante la luz del sol.

Miguel, con una sonrisa de satisfacción, nos dio las gracias por seguirlo en esta aventura y, como buenos espeleólogos, brindamos con cerveza y nos dirigimos de vuelta al calor de nuestra casa rural, listos para tomar una buena ducha y una copiosa cena que nos habíamos ganado. Así fue como, por un breve momento, nos convertimos en protagonistas de nuestra propia leyenda, un relato subterráneo digno de ser contado en las esquinas más oscuras de las redes sociales. Y así, la cueva Txomin IV quedó atrás, un misterio más en el vasto y peculiar universo subterráneo.